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Un martes normal

Todo ocurrió un martes que llovía. Era un martes normal. La única cosa digna de mención es que después del levantarme, al meterme en la ducha, descubrí que la bombona de butano se había terminado. Mi mujer la había terminado, para ser más precisos. Suele reñirme porque dejo el paquete de café vacío en la alacena con la esperanza de que de un poco más de si. Sin embargo, ella me deja desnudo en la bañera y con la piel de gallina por culpa el frío que llega desde todas partes para concentrarse en estos escasos metros cuadrados.

La llamo a gritos y mi voz suena amplificada por todos esos azulejos que cubren la pared. Le digo que cambie la bombona y me dice que tiene prisa.

Es una forma bastante absurda de empezar un día. Un martes. Menos mal que el final del día fue más positivo. Mi mujer empotró el coche contra un muro y lo tuvimos que llevar al taller. Si no fuera que allí me encontré con un viejo amigo, más me hubiese valido volver a la cama nada más levantarme. Me encontré con mi compañero de mesa en aquel instituto que recuerdo con desagrado. Han sido años de convivencia en aquel aula que parecía una celda, años que de poco me has servido si no fuera que gracias a ellos conseguí entrar en la universidad. Los años en la facultad tampoco me aportaron demasiado, pero al menos conocí a mi mujer y mi madre se sintió orgullosa de poder poner la foto de la orla en el salón.

Es curiosa la facilidad que tengo para perder amigos. A Víctor no lo había vuelto a ver desde el día que hicimos el último examen. Luego me enteré de que el lo había suspendido.

A el se le había roto el radiador de su volkswagen golf y eso es lo que le envió directo a la hora de espera a la entrada del taller.

Cuando me preguntó que tal me iba le comenté lo de la ducha. Me dio la razón y me dijo que podía estar tranquilo por dejar el café terminado en la alacena. Víctor me cae bien, porque es de esa gente que rápidamente sabe lo que está bien. Ya lo hacía cuando éramos jóvenes. Alfonso, me decía: “ese problema lo tienes mal”, y claro que lo tenía mal. No contaba yo que a tres de los gatos les faltaba una pata. El era mejor que yo en matemáticas, aunque yo le superaba considerablemente en geografía.

Su madre siempre le daba veinte duros para comprar un bocadillo que valía sesenta y cinco. Con lo que le sobraba se compro en dos años una raqueta de tenis. Decía que llegaría a ser como McEnroe, aunque yo de vez en cuando jugaba con él y tampoco se le daba tan bien. Yo le anima y le decía que tenía un revés que daba miedo. Hoy le pregunte si seguía con aquello del tenis y me dijo que lo había dejado. Su espalda le impedía hacer movimientos bruscos.

Estuvimos hablando un rato más y cuando se nos acabaron los temas de conversación me fui a la máquina de los cafés para hacer tiempo. Al poco rato me llamó el mecánico y me dijo que lo de la reparación eran algo así como 600€. Me volví a acordar de mi mujer y de la ducha y me fui rezongando. Ni me despedí de Víctor y ahora pienso…¿Qué habrá sido de su vida?

Nuevos tiempos

Con los años aprendí que no todo es tan grave como en un principio pensamos, que una vida no da para ganar demasiadas batallas y que hay que elegir muy bien en cuales te embarcas y cuales tomas como buenas causas para que luchen otros.

Los años nos enseñan a ser más moderados, más contenidos, más listos y a elegir desde el conocimiento. Los años nos descubren las matemáticas, la física y química, las construcciones gramaticales, las normas, 25 formas distintas de ver una pantalla de ordenador, 3 idiomas o no hay trabajo, modales, latín y otras lenguas muertas, como cuidar a un hijo, como andar en bici, las tablas del 5, del 6 e incluso la del 9, las letras… Los años nos enseñan a aparentar menos edad de la que tenemos, a cuidar el colesterol, a aguantar con entereza la cola del supermercado. Los años nos enseñan tantas cosas que puede que no aprendamos nada.

Uno más

Llega un momento que los años dejan de celebrarse y sólo se cumplen. Pasan por ti y como si de un cumplido se tratarán les das la razón. Pasan, y tú no estás seguro de querer que solamente te rocen o de querer que te aplasten sin más, quitándote la poca vida que te queda por vivir.
El sonido se transforma en ruido nada más acercarse a tus oídos. Los ojos pasan a ser un simple adorno en la cara que contrarresta en parte la ausencia de dientes. Los pulmones no dan abasto para soplar tanta vela encima de una tarta y tu lo único que quieres es que los demás te dejen tranquilos, se vayan a sus casas y celebren en silencio que tu cumples un año más.

Movimiento global

El mundo es una autopista que avanza a través de paralelos y meridianos a casi cualquier parte del planeta. Desde Ciudad del Cabo hasta Noruega y de Hawai a Corea. Quizás el peaje nos salga muy caro. Algunos dicen que la interconexión es positiva. Normalmente esto lo defienden los que salen ganando con esta globalización y como los que pierden no tienen voz…

Ruidos

Estaba en el baño y además de escuchar el sonido del cepillo contra los dientes podía escuchar la discusión de los vecinos sobre la hipoteca y los gastos. Se ve que todos andamos igual.

Refugios

Las persianas bajadas, la puerta del salón cerrada, un bocadillo de salchichón, los zapatos fuera, los pies enfundados en los calcetines horrorosos que te regaló la abuela las navidades pasadas, una manta en el reposabrazos por si hace falta, dos cojines detrás de la espalda, el mando a distancia… Ya estoy en casa, ya estoy delante de la tele, ya estoy donde llevó horas esperando estar, ya estoy a salvo…
Me gusta el silencio, no me importa mucho lo que den, me gusta estar así.
¿Habrá gente así?

Cerebrados y descerebrados

Del creativo por excelencia, del que ideó la materia gris, del que nos pensó antes de que pensásemos, no se puede esperar un regalo menos original.
El otro día hablábamos de los sueños, el sueño es el recurso que nos permite no volvernos locos, es el que libera por un momento lo que pensamos, la imaginación es el juguete de los juguetes y Dios es el creador. Tiembla Play School. Gracias por la imaginación.

Distancia

Él era el cúmulo de dos desgracias. Ella era de las princesas de carrera en la media.
De las que vomitan hasta quemarse el esófago. Ella se fue y sus mundos se vinieron a bajo.

Son sueños

Son sueños

Soñemos, mujer, para estar despiertos.
De tripas corazón.
L.E. Aute

El sueño es ese estado semiinconsciente que nos acerca a una realidad que nos aleja del mundo en que vivimos. Este viaje que realizamos cada noche nos arrastra a un lugar desconocido, una especie de collage formado con múltiples recortes de nuestra experiencia y retazos de lugares y personajes ya conocidos. Es una nueva composición, en apariencia novedosa pero construida a partir de composiciones antiguas.
Este mundo onírico tiene unas reglas muy diferentes a las que nos mueven durante el día, el tiempo se altera y los flashbacks y repeticiones se convierten en reyes por unas horas.
El estadio del sueño y el de la consciencia se mezclan, y así se puede despertar de un mal sueño entre sudores y gritos o con una sensación dulce y extraña plenitud cuando un sueño ha sido placentero aun cuando no se recuerda lo soñado. El mundo real nos conduce irremediablemente al mundo de los sueños y a la inversa.
El contacto con la realidad puede ser mas o menos duro dependiendo de la relación que exista entre lo soñado y lo vivido, la relación entre nuestros sueños y nuestras realidades. Cuando lo real no merece la pena compensa refugiarse en lo falso. A veces, para sobrevivir es necesario estar dormido y soñar, o soñar despierto o soñar para estar despierto

La noche

Esta historia no es mia, pero es que los bares inspiran a muchos.

Una vez conocí una mujer que llevaba tres días sin salir de un bar. En sus ojos cansados temblaba el humo de mil cigarros que fumó con un tipo que huyó con otra. Pasaba las noches en un bar en el que los clientes son fantasmas que huyen de los repartidores de periódicos, del azul del cielo. La noche debilita los corazones. Lo aprendí en cada madrugada de vino y rosas pero también sé que la noche no es tan hermosa (antes lo dijo alguien). Cierto es que de noche admiré a esos seres mitológicos que sonríen al otro lado de la barra, esas camareras que siempre nos convirtieron en niebla, que nunca hicieron caso a nuestra mejor pose cargada de ron con cola. Es verdad que no quiero que este alcalde mojigato le eche el cierre a nuestras madrugadas y pasee a la policía por nuestros garitos. También de noche escuché las melodías de brillantes coches sin aristas. Y me duelen las derrotas de esas mujeres que se encierran tres días en un bar o en un cuarto de baño. Es verdad que amo la noche. Pero a veces prefiero los vermuts y la mojama que siempre tenemos pendiente esa mañana de domingo.
Ismael Serrano

Aquí estamos

Después de un largo parón por los exámenes aquí estamos de vuelta. He perdido la práctica y no me atrevo mucho a contar nada. Posiblemente tengo muy poco que decir. Los exámenes agolparón muchos conocimientos pero no grandes ideas. Desde aquí unas grandes felicitaciones a todos los que me leeis ya que sé que este cuatrimestre lo habeís bordado jejje.

Silencio

Pedro, antes de empezar una historia, va de rama en rama hasta que se recorre todos los árboles habidos y por haber. Finalmente, vuelve a poner los pies en la tierra y comienza por fin. Yo ya estaba preparado para esperar. Él está dejando de fumar pero aun llevaba, y aun lleva, la cajeta en el bolsillo. Es por si acaso le entra el mono. Por pura inercia, saca la cajetilla y cuando vuelve a meter la mano en el bolsillo para coger el mechero se da cuenta que ha dejado de fumar, entonces, se limita a ofrecerme un cigarro y yo, como siempre, acepto.
El sol cae a plomo en la terraza de este bar, en una callejuela estrecha perdida entre las muchas venas y arterias de Madrid. El sol era tan pesado que todos nos retorcíamos en las sillas metálicas buscando un pequeño sitio que aun estuviese frío.
Me encanta observar a la gente en el metro, o por la calle, o cuando pasan por la oficina.
Con esas situaciones puedes inventarte más de mil historias pero que sólo interesan a personas como Pedro y como yo.
Cuando se decidió a presentarme a sus personajes yo ya iba por el segundo pitillo. Me aseguró que la historia era cierta, que le había ocurrido a un compañero suyo. Lo hace para no perder la esperanza de que cosas así todavía pueden ocurrir.
La historia no estuvo mal pero me ha contado algunas mejores. Lo mejor vino después, cuando los dos nos quedamos callados mirando a la gente pasar. Poco a poco, el sol fue bajando y el atardecer se hacia agradable. Pedro y yo, continuábamos mudos en la terraza pensando en otra historia que contar. Algunas veces, me gustaría ser uno de los personajes de mis cuentos, aunque sé que siempre acaban mal.
Y desde allí, sentado en esa silla, parece que dominas el mundo, que la gente se mueve a tu antojo y que cada paso, cada mueca, cada suspiro o respiración te pertenecen. Y así, allí sentado va pasando la vida por delante.
Pedro aguanta unos segundos con la mirada perdida hacia un coche rojo aparcado a unos cuantos metros. Yo le pregunto si le gustaría tener uno así, pero lo que quiere realmente es que de él, salga una mujer atenta, bella y le pida que lo vendan y compren un monovolumen, y que tengan muchos niños. Pero esto Pedro no me lo cuenta, sólo me dice que prefiere los coches grandes.
Sentada cerca de nosotros, hay una mujer que seguramente se parece a la que Pedro le gustaría que saliese del coche. Me gustan sus gestos, su forma de abrir el periódico y de pedir el café… Pedro me descubre distraído, mirándola, y me pregunta si quiero una así. Yo me conformo con imaginarme que la tengo pero a Pedro, le hago un gesto con los hombros como si no me importase que sucediera.
Pedro y yo sólo nos conocemos por nuestras historias, por nuestros silencios, pero aun así, nos conocemos a la perfección.

Donde yo vivo

Yo vivo cerca de una vía del tren. Los trenes pasan a todas horas pero yo sólo los escucho por las noches, cuando todo está en silencio, cuando la ciudad duerme pero el tren está más despierto que nunca. Yo duermo, y en mi silencio, a veces oigo el ruido de un motor, de los vagones traqueteando por los raíles. A veces, sueño con los pasajeros que no sueñan, me desvelo con los pasajeros desvelados. Y el ruido que yo escucho tranquilamente en mi habitación, se convierte en un ronroneo continuo para los que están dentro, para los que duermen y para los que están despiertos, para las ausentes y para los presentes, para los que lo escuchan y para los que no lo oyen. Algunas veces, también ocurre que el tren pasa y yo no lo escucho.
Cerca de mi casa hay un puente. Por encima de ese puente pasa un tren y por abajo paso yo. Cuando lo hacemos los dos a la vez, el ruido debajo del puente es ensordecedor, el suelo tiembla un poco y, cuando consigo salir del puente, parece que aparezco en un nuevo mundo y aun puedo sentir la presión en mis oídos.
Algunas veces, sueño con subirme a ese tren, y dormirme y despertarme, pero dentro.

En el número 5.6ºA

Felipe se tumba al sol en su terraza sobre los cojines del sofá que se queda totalmente desolado mientras Felipe toma el sol en la terraza. Al mismo tiempo, se escucha a su compañero de piso, protestar porque no tiene donde apoyarse mientras mira el tomate. Felipe sale, con sus pantalones flojos y sus zapatos negros con cordones rojos, unas cuantas veces al día a la terraza para comprobar que sus plantas están en perfecto estado: las riega, las sube al borde del balcón, las baja, las cambia de maceta, las mira tirado en los cojines del sofá…
Felipe es el vecino más famoso del vecindario pues es el que más se asoma a este cuadrilátero rodeado por sus cuatro lados de casas, de vecinos que no se conocen, de historias diferentes pero en el fondo cercanas…
Al lado de Felipe, casi compartiendo terraza, una madre que tiende la ropa y su hijo; un niño de unos tres años que se sube a la ventana como a la grupa de un caballo y a veces grita un poco. Felipe, si está fuera tomando el sol o hablando por teléfono le sonríe al niño como confraternizándose con él para que no se convierta en una amenaza para sus queridas plantas. Encima, vive un grupo peculiar, son estudiantes y amenizan las tardes a golpe de guitarras y cantando canciones de Sabina.
Ya de noche, se comienzan a ver los interiores de las casas, Emilio, el del segundo puerta A, prepara los exámenes tirado en la cama con sábanas de color azul chillón. Un par de pisos más arriba, Manuel plancha una camisa sin camiseta ni nada que cubra su parte superior, está pegado a la ventana y detrás de él, aunque yo no lo puedo ver, está su hijo en la cuna.
Aquí vive mucha gente joven, muchos padres primerizos, muchos hijos inexpertos, muchos estudiantes aprendiendo de la vida, muchos solteros en su piso de solitarios. Como contrapunto, casi el único establecimiento de la zona, un centro de día para mayores. Es como una ironía de la vida que está ahí para recordarnos que el tiempo pasa.

x

¿Se puede hablar de amor sin caer en la cursilería? Sabina puede pero yo voy adejarle ese papelón a los que saben. Esto es sólo una historia. X e Y desayunan todos los días en el mismo bar. Ella hace que lee el periódico mientras busca la mirada de Y. A él, atareado en servir mesas, no le importa variar su ruta y realizar el camino más largo hasta la barra con tal de pasar por delante de la mesa de X. Los dos desayunan en el mismo bar desde hace algunos meses. Nunca se han dicho nada, nunca se han visto fuera del bar, nunca compartieron las palomitas en el cine ni se prestaron dinero para el bus; pero todas las noches se van a dormir juntos, todos los mediodías eligen uno por el otro el telediario que van a ver. Por la mañana el otro lado de la cama siempre aparece vacio.
El lunes, X decidió no ir a desayunar al bar, ni el martes, ni el miércoles ni nunca. Se había cansado de esperar e inventarse historias que nunca llegaban a la mañana siguiente.
Si, al final ha sido una historia un tanto cursi pero da lo mismo.

Velocidad

365 días es lo que tarda el mundo en dar una vuelta completa el sol al tiempo que gira sobre si mismo a una velocidad de 24 horas por vuelta completa.
Los periódicos de mañana arrastrarán hacia el precipicio las páginas de los de hoy, cuatro niños están naciendo...ahora! tres personas están muriendo y dos de ellas viven en un país subdesarrollado. En el supermercado las cajeras no paran de cobrar comida precocinada, precalentada y por poca precomida. Los telediarios nunca se callan, noticias y noticias, palabras, imágenes, música, títulos de crédito y otra vez a empezar. Desayuno, comida y cena es lo mínimo en un país desarrollado al tiempo que tres telediarios es la norma general.
Ante este panorama yo, como a Groucho me dan ganas de parar el mundo y bajar

Sueños

Soñar es gratis, dicen. Sin embargo,
quien ha soñado sabe que los sueños
se suelen pagar caros.
Javier Salvago

Sergio, un amigo mio, perfiló en media hora de trayecto en autobús una vida ideal hasta que el disco del semáforo se puso en rojo, el bus pegó un frenazo y Sergio volvió a su asiento, a su comida por hacer, su examen del viernes y a la siesta que no puede dormir.
Es cierto que los sueños se pueden pagar caro, pero durante treinta minutos Sergio viajó mucho más lejos que de su casa a la facultad. Por tanto, que no nos quiten lo bailado.

Tras la barra

No pasa nada por aguantar ocho horas o más detrás de una barra. Las barras son las barreras que separan a los que sirven de los servidos, los trabajadores de los que descansan, separan a las que sus maridos les esperan con la luz de la mesilla encendida y a los que la luz del sol nunca le parece pronto para brillar. En las barras la gente no pasa más de veinte minutos salvo que se sea el camarero. En la barra suelen encontrarse los pinchos del día a modo de exposición. En las barras es donde están siempre los grifos de la cerveza, vasos vacíos, cuatro cacahuetes marginados en un plato y un bote no muy grande con propinas.
En la barra es donde estoy yo ahora esperando a que me llegue la inspiración y escribiendo estas chorradas en una servilleta que he cogido en el servilletero de encima de la barra.

Algo ha cambiado

Sé que algo ha cambiado. Lo supe desde el momento que un chico se sentó en un banco cerca de mí y empezó a dibujarme. A ratos me miraba y a ratos se quedaba clavado en su libreta sin perder de vista ni un momento su mano, que acordándose de mi cara, de mi camisa de cuadros, de mi vaquero más blanco que azul… los dibujaba en el papel.
Al acabar, me dejó allí, en líneas, trazos y sombras.
Después me dijo que era un estudiante de Bellas Artes y que le fascinaba que existiera gente como yo. Me regaló el dibujo, que lo tengo pegado junto a la cabecera de mi cama. En la esquina inferior derecha escribió su nombre. Él, a cambio se llevó los zapatos brillantes.
Fue entonces cuando me di cuenta de que mi ciudad no era mi ciudad, que la gente había cambiado, que un limpiabotas ya no era un limpiabotas. Era una reliquia de museo, un ser en peligro de extinción, un personaje tan lejano como un Cervantes (por mucho que este año esté en boga) o un Góngora.
Esa tarde continué limpiando zapatos. Primero unos marrones de caballero, después unos con cordones, otros de tacón bajo… pero yo ya no era un limpiabotas.